Una historia real sobre amor contenido, decisiones conscientes y la llegada de Emma — ese milagro que me enseñó a estar cerca sin invadir, y a acompañar con ligereza y gratitud.
Hoy tocaría empezar la segunda temporada.
Y aunque parece una etiqueta casual, no lo es.
Le llamé “primera temporada” a esa etapa en la que compartía una reflexión cada semana, con el corazón en cuenta regresiva, sabiendo que para estas fechas ya sería abuela.
Mis prioridades estaban claras: pausar, soltar, y estar lista para recibir el regalo más grande de todos — ver a mi chiquita grande convertirse en mamá.
La noticia de que Emma venía en camino fue un antes y un después.
Un catalizador que me empujó a seguir expresándome a través de las palabras.
Las emociones eran tan grandes que no cabían en el pecho: solo podían convertirse en cuentos, en historias tejidas con amor, pensadas para que algún día Emma las escuche y sepa cuánto fue esperada, soñada, celebrada.
Y sin embargo, no todo podía ser dicho.
Yo quería gritar la noticia a los cuatro vientos, llenar el mundo de fotos, palabras y abrazos.
Pero Gaby quería silencio. Quería intimidad.
Y la entendí. Respeté ese gesto tan suyo, tan fuerte, tan amoroso a su manera.
Fue un hermoso ejercicio de contención: guardar la alegría sin esconderla.
Llevarla por dentro, como ella llevaba a Emma.
Hoy, esta aprendiz de “vida ligera” tiene el corazón más lleno que nunca.
Porque ya llegó “mi chiquitica –de Gaby–” y, con ella, una nueva forma de amor que no se puede describir… pero aquí estoy, intentándolo.
Empacamos lo más ligero que pudimos.
Yo —que detesto manejar— me lancé hasta Atlanta porque quería tener mi carro, y que Tommy tuviera el suyo.
Y aunque teníamos espacio para quedarnos en casa de Gaby, elegimos alquilar un Airbnb cerquita.
Una manera de estar cerca, apoyar sin imponer.
De dar espacio, y a la vez dar todo el amor.
Dos meses de residencia provisional, justo al lado de donde el corazón late más fuerte.
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