Sostengo.
A otros, a los míos, a mí.
Es casi un reflejo: estar, cuidar, notar lo que falta antes de que lo pidan.
Tengo años afinando esta fuerza, convirtiéndola en hábito, en instinto, en manera de amar.
Sé acompañar tormentas.
Sé leer silencios.
Sé abrir espacio para que otros respiren.
Pero hoy —en este día en particular— sentí algo que a veces me cuesta admitir:
yo también quiero que alguien me sostenga.
No porque no pueda.
Puedo.
He podido toda la vida.
Pero sostener siempre, sin pausa, cansa… incluso a las que hemos sido “las fuertes” desde siempre.
A veces quisiera que alguien me mirara y entendiera sin explicaciones.
Que dijera: “ven, siéntate un rato, yo te sostengo a ti”.
Que sintiera mis hombros tensos y dijera: “suéltalo, no lo cargues sola”.
Y no es contradicción.
Es humanidad.
Soy sostén, sí.
Pero también tengo mis grietas.
Soy faro, pero a veces la luz se me baja.
Camino firme, pero también me tambaleo cuando la vida se pone pesada.
Hoy lo sentí más claro que nunca.
Un momento pequeño —una palabra, un gesto, un cansancio acumulado— bastó para recordarme que no siempre tengo que ser la que recoge los pedazos, la que pone orden, la que aguanta todo.
He aprendido que necesitar no me resta.
No me quita fuerza.
No me vuelve frágil.
Al contrario: me vuelve real.
Me vuelve humana.
Me vuelve más yo.
No tengo que elegir entre dar o recibir.
No tengo que ser solo la columna de todos.
Merezco ambas cosas: ser sostén… y ser sostenida.
Hoy me permito bajar los hombros.
Respirar.
Reconocer que también me tiembla el alma a veces.
Recordar que la fuerza no siempre es aguantar;
a veces es soltar.
Y en ese vaivén —imperfecto, honesto, mío— entre sostener y dejarme sostener,
encuentro una versión más completa de mí.
Porque sostener no siempre es cargar:
a veces es permitir que la vida, y la gente que amas, también te sostenga a ti.
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