El otro día leí un post que decía:
“Aprende a crear contenido viral”.
Y confieso que me asusté.
¿Viral? ¿Infeccioso? ¿De esos que causan pandemias?
¿Tengo que ir por la vida tosiéndole metáforas a la gente para que se me peguen los posts?
Desde antes de las redes sociales ya existía esta fascinación por las masas.
Roberto Carlo quería tener un millón de amigos.
Pero ojo…
Roberto Carlo no los quería para coleccionarlos.
Los quería para cantar más fuerte,
para que su voz no se perdiera,
para que el coro lo sostuviera cuando la canción pedía pecho.
“Llevar mi barca con rumbo norte y en el trayecto yo voy a pescar,
para dividir, luego al arribar…”
Había camino.
Había trayecto.
Había propósito compartido.
Hoy queremos seguidores.
Y a veces —no siempre, pero muchas veces—
no sabemos muy bien para qué.
Seguidores para inflar el ego.
Para facturar.
Para medirnos.
Para sentir que valemos.
Para no quedarnos atrás.
Y si no los tenemos, parece que estamos fallando.
Pero yo, a estas alturas de mi vida, me pregunto:
¿para qué quiero seguidores si ya tengo amigos?
¿Qué tiene de malo una comunidad pequeña pero amorosa?
Gente que se ríe conmigo,
que me lee sin prisa,
que no necesita hacer scroll para encontrarme
porque ya sabe dónde vivo… emocionalmente.
No me interesa convertirme en un virus digital.
Quiero ser vitamina.
No quiero infectar.
Quiero nutrir.
Acompañar.
Hacer bien.
Que lo que escribo se comparta porque tocó algo,
no porque bailé con una escoba,
usé un filtro de perrito
o seguí un tutorial que promete
“resultados inmediatos o te devolvemos tu dignidad”.
Si algún día algo que escribo se vuelve viral,
que sea porque ayudó a cantar más fuerte a alguien,
porque sostuvo un momento,
porque hizo compañía.
Así que sí…
me pueden dejar fuera del laboratorio del viral marketing.
Yo me quedo aquí,
con mi pequeña gran comunidad,
escribiendo para quien se queda,
y celebrando cada lector
como si en él viviera el millón.
Porque aunque seamos diez,
si son los correctos,
la canción se oye completa.
Deja un comentario